miércoles, 11 de septiembre de 2013

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*Jorge Navarrete Bustamante

Mientras escribo esta columna, estoy viendo los crímenes cometidos por la “caravana de la muerte” en Calama: la de genocidas como Arellano, Arredondo, Espinoza, Moren Brito, Fernández Larios. Luego, vendrían los asesinatos en Cauquenes de Claudio Lavín, Pablo Vera, Plaza y Muñoz, después de pasar por Talca en que el valiente Coronel Efraín Jaña Jirón, impidió matanzas como la del contador Jorge Venegas y de otros seres humanos -igual de inermes- que estaban prisioneros en la piscina del regimiento N° 16, costándole al militar el exilio para salvar su vida, a diferencia de los constitucionalista generales Prats, y Bachelet.

Fui de los últimos deportistas que estuvo en el Estadio Nacional. Ese era el día en que mi Liceo 7 (ubicado en Covarrubias con Irarrázabal) hacía Educación Física en el principal coliseo del país. Cursaba Primero Medio. Tenía 14 años, y ya había ingresado a la Juventud Socialista. 

Esa mañana, después del realizar el recurrente “cross country” en torno al estadio, el profesor Quiroz nos envió a casa diciendo que se había producido un “pronunciamiento”… No sabía que significaba ello.

Retorne inmediatamente al Liceo -como estaba acordado en caso de similar situación-, para defender cívicamente al gobierno democráticamente elegido. Por radio escuchamos el bando N° 1 que las FFAA tenían por objetivo la restauración del orden y de la institucionalidad”…

Vi como los bombarderos apuntaban a La Moneda. Simultáneamente, tanques dispararon –al decir del general Canessa- 179 proyectiles y 59.000 balas en contra de un Presidente que, a diferencia de los dictadores, se negaba a huir de su patria con millones de dólares depositados en banca extranjera.

Mi papá trabajaba en CORFO, a dos cuadras de la Casa de Toesca. Logró llegar a nuestro hogar, en calle José Domingo Caña con Obispo Orrego. Allí nos explicó con crudeza lo visto y lo que viviríamos.
Al volver a clases, compañeros de colegio ya no estaban (eran niños de, a lo más, 16 años); otros perdieron a sus padres o hermanos; algunos estaban detenidos en el estadio nacional. 

Los asesinatos también selectivos no cesaron, y lo comentábamos en el liceo, y luego en la universidad: Siempre hubo dudas sobre la muerte de Neruda, y del general Bonilla; horroroso fue saber de las explosiones al Canciller Orlando Letelier en Washington, a Bernardo Leighton en Roma; o de la contaminación bacterial al general Lutz, y del cuasi magnicidio al ex Presidente Frei Montalva.

Cada 11 de septiembre, en Talca, nos reuníamos en romería al Cementerio con Mirna Pavéz, Iván Araya, Guillermo Sepúlveda, Fernando Ponce, Raúl Palacios, Juan Araya, Margarita Traverso, Hugo Pizarro, Luzgarda Meza, Luis Ahumada, y otros amigos para rendirles homenaje a los nuestros.

En el Memorial del Detenido Desaparecido, que la Gobernación de Talca lideró en su construcción junto a Mirna Troncoso y muchas  mujeres con coraje, es desde donde siempre proyectamos el Nuevo Chile.


*Magister en Políticas Públicas. Universidad Adolfo Ibañez.

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